El
escritor florentino, muchas veces denostado, vivió el Renacimiento (movimiento
revolucionario que significó el fin del Medioevo), época que se caracterizó por
grandes cambios sociales, rompiendo todas las ideas dominantes y concibiendo
una “política” científica aséptica, en la que no interfieran las pasiones
humanas ni los sentimientos, que daría lugar a un quiebre en la relación entre
moral y política de la época. A partir de ahora política y ética serian
consideradas en planos diferentes. Sus libros fueron prohibidos por la inquisición.
Para
Marx (“Tesis sobre Feuerbach”), ahora se trata no solo de interpretar sino de
cambiar el mundo. Nada une estos dos momentos históricos [el de Maquiavelo y el
de Marx, naturalmente, pero la conciencia de Marx y Maquiavelo por un nuevo
inicio, es muy similar.
Los
conflictos no están para Maquiavelo en la teoría, sino en la historia, siempre contingente
y abierta, siempre expuesta al fracaso o al éxito, en el encuentro aleatorio de
fuerzas, que Marx mismo le habla a Engels de la extraordinaria fuerza y
originalidad del pensamiento histórico-político de Maquiavelo y reconoce su
importancia para su propio análisis. Estas fuerzas componen, descomponen y
chocan continuamente.
La
afinidad más grande entre los dos pensadores es la de haber vislumbrado la
necesidad de actuar políticamente en la propia realidad, en favor de un grupo
social y contra otro grupo social, y de haber usado la teoría, entre otros
instrumentos, para lograrlo.
Maquiavelo
siempre se ha interesado en tomar las personas, las cosas, los lugares, los
eventos, los tiempos, tal cual son y no como quisiéramos que fuesen. No existe
otra realidad que la realidad en la cual estamos, y es solo con esta
conciencia que podemos pensar e intentar atacarla y destruirla.
Bajo
la forma de un progresismo democrático, la democracia agonista es solo una re-visitación
del liberalismo progresista.
El agonismo
se opone a una rama de la concepción marxista de
la política conocida como materialismo
histórico. Marx habría estado de acuerdo con los agonistas de que la
sociedad siempre había estado llena de conflictos, cuando escribió: "La
historia de toda la sociedad hasta ahora existente es la historia de las luchas de clases".
También pensaba que las causas del conflicto eran rasgos ineludibles de la
sociedad actual, es decir, capitalista.
Pero, en su opinión, la historia se desarrollaría de tal manera que
eventualmente destruiría al capitalismo y lo reemplazaría con una sociedad
armoniosa, que era su concepción del comunismo,
etapa superior del socialismo.
Durante
los 60´y 70´ muchos, incluyendo académicos, llegaron a la conclusión de que la
"concepción materialista de la historia" no da suficientes razones
para esperar que venga una sociedad armoniosa. Ernesto Laclau está
entre los que han llegado al agonismo desde un trasfondo en el marxismo y los movimientos
sociales de la segunda mitad del siglo
XX.
Muchos
políticos utilizan las ideas de Maquiavelo y lo utilizan como Manual, sobre
todo cuando DICE: “El príncipe no tiene que ser virtuoso, sino aparentar
aquellas virtudes sin las cuales el poder le sería arrebatado y no ocultar
aquellos vicios que están bien vistos por el pueblo”.
El
agonismo, entonces, parte de que no hay fines objetivos y universales,
evidentes y buenos para todos, sobre los cuales edificar la democracia,
entendida como el sistema que mejor pone de manifiesto la pluralidad de las
sociedades contemporáneas. Para el agonismo, una sociedad es más democrática
cuando permite la lucha entre proyectos alternativos que, no obstante,
comparten determinadas reglas del juego.
Gramsci
interpreta que El Príncipe (de Maquiavelo) se podría traducir en lenguaje
moderno por el partido político revolucionario: expresión de la voluntad
colectiva de la clase revolucionaria; y su objetivo, el del partido, esto es,
el de su clase. Sería la reforma intelectual y moral; o sea, la conquista de
una nueva hegemonía, la lucha contra-hegemónica.
En “El Príncipe” el tema es,
básicamente, la construcción y mantenimiento del Estado en tiempos de
corrupción; esto es, el poder constituyente en tiempos de crisis. Aquí aparece
el momento de la fuerza como instrumento para recuperar el orden, o para
establecerlo, que viene siendo lo mismo. Pero para el mantenimiento del poder
no solo cuenta la fuerza; este no es solo “león”, que diría el florentino;
también es “zorra” (otro modo de expresar, según Maquiavelo, la fuerza y el
engaño); o sea, también es convencimiento, legitimidad, consenso. Hay que saber
usar estas dos capacidades, pues cada una tiene su momento dependiendo de las
circunstancias. La crisis, el mencionado momento del poder constituyente,
parece requerir más de la fuerza (para su establecimiento), mientras que el
poder ya constituido se asienta más bien en el consenso.
Interpretando
a nuestro autor, podríamos concluir diciendo que la lucha de clases no se agota
en la lucha por el “dominio” de las instituciones democrático-burguesas
(incluso el momento de la fuerza lo podemos pensar fuera de la legalidad —si
las circunstancias lo exigen—). Y esto es así porque las únicas que pueden
“resolver democráticamente” los conflictos son las fracciones de la clase
dominante, dado que sus contradicciones no son antagónicas, sino armonizables
en un supremo interés, común, de clase; mientras que cuando hablamos de
intereses antagónicos, en el seno de esas instituciones solo pueden armonizarse
ilusoriamente, ideológicamente; y eso precisamente porque se supone (de nuevo
ilusoriamente, ideológicamente) la existencia de una unidad sustancial. Si la
hegemonía entra en crisis, entonces es el momento de la excepción. En suma,
claro está en Maquiavelo cuál es el principio: la Razón de Estado (el poder de
una clase).
El
realismo del secretario florentino resulta un eficaz antídoto contra la
“ilusión democrática”, la “ilusión electoral”.
Dice
Maquiavelo: “En toda república hay dos partidos”, nos dice: “el del pueblo y el
de los nobles. Todas las leyes que se hacen en favor de la libertad nacen del
desacuerdo entre estos dos partidos”.
El escándalo sobre
la “inmoralidad” de Maquiavelo es, sin dudas, el componente más polémico de su
legado y el que ha alimentado con más fuerza y por más tiempo la leyenda negra
que lo persigue hasta nuestros días, que es su argumento sobre la moralidad en
la vida pública. Se trata de su constatación sobre la existencia de dos
patrones de moralidad: uno válido para la vida privada y otro que rige en la
vida pública. En conclusión, no sólo hay dos estándares morales en lugar de uno
y absoluto como lo predicaba la iglesia, sino que, además, ambos están en
conflicto. A partir de ahí Maquiavelo explora descarnadamente los límites de la
moral tradicional, y pese a su acuerdo sustancial con ésta no se le escapó a su
penetrante mirada que la vida política plantea exigencias y dilemas que no
tienen resolución sino a partir de otro encuadre ético. Por ejemplo, la
conducta prescripta por la moral cristiana ante una ofensa (aceptarla
mansamente ofreciendo, si fuera necesario, la otra mejilla) puede ser el camino
más seguro para acceder a la santidad; pero si la adopta un príncipe en el
manejo de los asuntos del estado puede ser también la ruta más corta para
conducir una sociedad a su ruina y una civilización a su tumba. La obligación
de un gobernante ante una amenaza externa es asegurar la integridad territorial
y la defensa de la población (sea por un virus, por una guerra, etc.), apelando
a instrumentos y actitudes que poco o nada tienen que ver con la moral
cristiana. Maquiavelo advirtió con total claridad esta oposición entre una
moral para la vida privada –judeo-cristiana-, y a la cual él respetaba y
adhería– y una moral apropiada para la vida política, en donde imperaban otras
normas, lo que de alguna manera podría llamarse “la moralidad del mundo pagano”
y que giraba en torno a la “virtú” (virtud). Maquiavelo advirtió antes que
nadie la tensión entre ambos patrones de moralidad en una época en que ambos,
ante el colapso del orden feudal, comenzaban muy rápidamente a diferenciarse.
De
Gaulle, dijo que, en política, no se podía elegir entre un bien y un mal, sino
entre un mal mayor y un mal menor. Esto
se da casi en todo el mundo hasta nuestros días. Maquiavelo era intolerante
frente a la política mal pensada y, sobre todo, mal ejecutada: tanto la torpeza
como la falta de carácter de los dirigentes le parecían indignas. Todo esto
está presente en nuestro siglo.
Marx, decía que la
“ideología es una falsa conciencia”. Es decir, “una mentira ungida como verdad
absoluta por las clases dominantes. La clase dominante es la elite imperante de
los grandes negocios encubiertos de una fraseología revolucionaria”. Esa falsa
conciencia acontece cuando los explotados asumen una ideología que no se corresponde
con su empobrecida realidad material y sus necesidades reales. Es una enajenación
en las ideas de los otros, de los mismos que los subsumen en la miseria,
camuflando los discursos de floripondios revolucionarios mientras consagran la involución
más reaccionaria. Este atentado a las
libertades produce marginalidad, criminalidad, e impunidad para la elite
enseñoreada sobre los bienes de todos.
Cualquier
semejanza con el mundo actual no es mera casualidad. Rnbozzo@yahoo.com
“Nací pobre y aprendí a pasar dificultades antes que a gozar”. “El vulgo se deja seducir siempre por la apariencia y el
éxito”. Maquiavelo
Borón, Atilio A.(compilador) La Filosofía Política
Moderna. De Hobbes a Marx (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA 2000)
María Ángeles Vázquez. Nicolás Maquiavelo. Aguilar. Argentina 2013